jueves, 27 de diciembre de 2007

El jinete sin espíritu

Cada diciembre en el pueblo de Siete Letras sus pies recorren las calles de piel blanca bajo la fresca sombra de los cocoteros. Lo sé, el resto del año su cabello dorado se pierde en algún lugar que tal vez nunca vi ni puedo imaginar. En esta parte del calendario algo desconocido en mí, quizá una ceniza de lo que alguna vez pareció un espíritu, se remueve dentro del corazón, se inquieta, quiere escapar para escuchar su risa de nuevo, tomar la carretera y sonreír como antes. Es que allá se quedó el hombre, hoy un cuerpo vaga vacío en una metrópoli de rencor y groserías. ¿Por qué no ir por ese espíritu perdido para estar completo? No lo sé. Recuerdo que de regreso el cayuco me trajo a la ciudad de los muertos, Caronte lo guiaba y ella me acompañó por última vez, luego de Michigan. A partir de esos años he sido un fantasma que circula en las calles en un caballo gris por caminos cotidianos –es el castigo, me han gritado entre gotas de saliva y ojos desorbitados–, con la radio encendida en añoranza de aquella risa costeña sobre la playa y su correr descalza gritando mi nombre para que la abrazara. Incluso ahora dudo que haya existido. Quizá nunca estuve ahí. Por eso no me gusta diciembre, el corazón se rebela contra mi culpa –es el castigo, me han gritado entre gotas de saliva y ojos desorbitados– y no lo soporto. Es difícil que alguien lo entienda cuando yo mismo no lo puedo hacer. ¿Cuánto resiste un cuerpo vagando sin espíritu? ¿De verdad es el castigo? Hoy lo quería decir.