miércoles, 9 de julio de 2008

El hambre y el mar

No se sabe a quién espera. Esa embarcación ha estado imperturbable esta noche en la orilla, la mitad en la tierra, la popa en el mar. Entre el romper de las olas a veces se escuchan murmullos, aleteos en el viento de una feroz lucha que no parece terminar a pesar de que Santiago ya se fue a dormir. Porque no debe esperar al viejo pescador cubano. Él ya tuvo su día, el número 85. Hemingway dice que hace unas horas se batió mar adentro con un enorme pez que luego de vencerlo terminaron por comerse los tiburones. Casi no quedó nada, salvo la cabeza, la espina y la cola. Nadie debería enterarse de las hazañas personales, de lo contrario no serían eso precisamente. Navegar entre la determinación, la desilusión y la alegría o la frustración, el orden de los sentimientos no importa, tiene sus riesgos, sin embargo la calma seca el sudor aunque lo demás parezca perdido. Luego, dormir unas horas. No hay indicios de que esa barca esté suspendida en una nube o despierta, de si sueñe o sólo flote a capricho del agua salada; si le gusten los tripulantes románticos con la Luna o los valientes en busca de tormentas para desafiarlas. No se sabe. Pero espera a alguien, ahora que Santiago sigue durmiendo.





















El mar es inmenso, el efecto de la adrenalina también. ¡Claro, ahora recuerdo! Le pedí prestado su barco al viejo, eso también explica el porqué estoy a estas horas en la playa. Lo mejor es que no veo a nadie más aquí. Hay que ir por el pez completo. Mañana, cuando amanezca, el caldo con chícharos y zanahorias estará delicioso.

Banco de la ilusión