jueves, 23 de agosto de 2007

Aún te puedo escuchar


El huracán se llevó nuestras palabras. No vi cómo las arrastró, pero en el noticiero dijeron que había causado muchos estragos. Yo te llamaba desde aquel lugar. Recuerdo haberte dicho que te quería, y que si venías iríamos a comprar zapatos. Ahora yo tampoco estoy en el teléfono, de hecho no hay nadie en las calles, y sí un poco de agua. ¿Recuerdas cuántas veces nos enamoramos a pesar de la distancia? Cuando Dean llegó yo me metí a las cobijas, sentí calor en mi cuerpo mientras afuera el viento aspiraba algo de nosotros. En su lugar imaginé tu aliento en mi pecho, aunque no habláramos, porque ya lo habíamos hecho. Luego, salí. El sol se había guarecido y no se decidía a regresar. Entre los escombros busqué todo lo que nos habíamos dicho, el aire frío aún movía mis cabellos, entonces te escuché, delicadas brisas con tu voz venían del fondo de la calle, me senté en el piso mojado y los latidos en mi corazón se detuvieron mientras cerraba los ojos. El timbrazo del despertador me hizo brincar, rápido me levanté y encendí el televisor; en efecto, el huracán ya había pasado en el transcurso de la noche, me puse la misma chamarra del día anterior y corrí a nuestra esquina, el teléfono estaba roto; pero me elegré, sí hacía frío y no había gente, lo bueno es que yo guardé tus palabras en el auricular.

Limusinas con chofer


Es el espíritu mexicano frente a la tecnología; los hules y mecates de cara al diseño aerodinámico. Es la energía calórica de los tacos de carnitas, los campechanos con salsa verde, los pambazos y las cervezas contra la electricidad y sus voltios. Es la dureza de las fortalecidas piernas por el futbol llanero ante las modernas baterías de nanomateriales. Es nuestra cultura y el resto del mundo; el sudar de la frente con lo único que tenemos, es decir, el propio cuerpo. Nada intimida a los hombres que cabalgan acompañados algunos por Kpaz de la Sierra o el contoneo al ritmo de las caderas de Shakira en sus pedaleos; seres hechos en el fragor urbano para responder en toda circunstancia y a cualquiera, a los inesperados cerrones de los microbuseros, el humo de los camiones o el intenso paso de la gente, en las mismas calles en que los aztecas jugaban a la muerte y la llorona flotaba con su escandaloso pesar . Su temple es de hierro, como los tubos de los vehículos que ruletean consumiendo kilómetros; sólo su piel es separada del mundo por una camiseta y un pantalón remangado que pone al desnudo los tenis 'Mike'. Por eso cobran caro, aunque el valor que se deba tener no sólo sea en monedas, pues ser temerario es un requisito, aunque en la Ciudad de México esta palabra es ya cosa que no sorprende. Sobre las calles no camina el miedo, ese se queda en las bendiciones y la persignada de la jefa antes de salir a la incertidumbre. No importa que llueva, que haya tráfico o se empareje un Mercedes, la autoestima es muy alta, están acostumbrados a soportar las frustraciones, ya no les hace mella que la Selección siempre pierda ante Estados Unidos. Son los bicitaxis de la enorme ciudad en que vivo, artefactos que forman parte del movimiento planetario, a pesar de que sus conductores no pasen el antidoping ni lleven licencia de conducir, o identificación de elector, o sus llantas estén lisas. Pero uno se siente, a pesar de los brincos por los baches, como en una limusina con chofer, en un Audi por el estruendo de las bocinas, o un turista que los sábados o domingos viaja observando desde los asientos de vinil y el aire en la cara un Distrito Federal extraño, semejante a La Habana, Berlín, o cualquier ciudad de China o Vietnam, pero aquí no deja de ser un deporte extremo.

martes, 7 de agosto de 2007

No a la maldita guerra


Hace 62 años, la madrugada del 6 de agosto de 1945, los 2,200 caballos de fuerza de los motores del bombardero estadounidense Enola Gay rompían arriba de las nubes la oscuridad de los cielos japoneses con Litle boy a bordo. Desde una de las islas Marianas volaría seis horas para llegar a su objetivo: Hiroshima. Un avión meteorológico ya se le había adelantado para confirmar las condiciones climáticas que no obstaculizaran el lanzamiento de la bomba, y en el trayecto dos naves escoltas acompañarían al B-52. Mientras la muerte se acercaba, en Hiroshima no había nubes y 140,000 personas habían despertado sin saber que horas después iban a morir, la mitad de la población de aquella ciudad. Las sirenas se activaron y después callaron pues el avión meteorológico se había retirado. El sol pegaba en los sauces. A las 8:15.17, a 9,357 metros de altura, las compuertas del Enola Gay se abrían y 4,000 kilos de carga nuclear caerían durante 43 segundos. Después, un hongo de fuego se elevaría 12 kilómetros y la onda expansiva correría a una velocidad de 335 metros por segundo, destruyendo todo a su paso. Las putas armas no deberían existir.