lunes, 27 de octubre de 2008

Caminata espacial


Cualquiera hubiera pensado que simplemente estaba invisible. Sencillo: su cuerpo no se veía, pero sus pisadas sí. Un fantasma quizá, de vacaciones en la playa. Pero no, más bien el cuerpo estaba extraviado con todo y sus pensamientos; las pisadas iban para un lado, las reflexiones por el otro. Aquel ser estaba partido en dos. Las huellas pedían un descanso y por eso escogieron un paradisiaco lugar, el resto de la persona había decidido permanecer en el espacio, ese en el que se flota y como no hay gravedad no se sabe si se está arriba o abajo, los días son más cortos y el paisaje es fascinante pero extraño. Partido en dos, porque no hay un consenso, ¿mejor tener los pies en la tierra –o en la arena acolchada con besos de agua caliente– o el cuerpo en flotación con todo y cerebro desorientado –frío insoportable, viento solar, presión extrema, temor? Parece fácil la disyuntiva. Sin embargo, la persona no encuentra sus pasos, el piso se balancea, flota en el cosmos de su propia incertidumbre, ha perdido la brújula, ¿la playa o el espacio?, ¿buscar a las huellas en el paradisiaco lugar o acoplarse al cuerpo en el espacio que no tiene ni pies ni cabeza? ¿Qué será mejor? Bueno, por lo pronto voy a pedir otro coco con ginebra, dormir un rato más en esta sabrosa hamaca, y otra nadadita. Creo que ya no quiero ser astronauta.

miércoles, 9 de julio de 2008

El hambre y el mar

No se sabe a quién espera. Esa embarcación ha estado imperturbable esta noche en la orilla, la mitad en la tierra, la popa en el mar. Entre el romper de las olas a veces se escuchan murmullos, aleteos en el viento de una feroz lucha que no parece terminar a pesar de que Santiago ya se fue a dormir. Porque no debe esperar al viejo pescador cubano. Él ya tuvo su día, el número 85. Hemingway dice que hace unas horas se batió mar adentro con un enorme pez que luego de vencerlo terminaron por comerse los tiburones. Casi no quedó nada, salvo la cabeza, la espina y la cola. Nadie debería enterarse de las hazañas personales, de lo contrario no serían eso precisamente. Navegar entre la determinación, la desilusión y la alegría o la frustración, el orden de los sentimientos no importa, tiene sus riesgos, sin embargo la calma seca el sudor aunque lo demás parezca perdido. Luego, dormir unas horas. No hay indicios de que esa barca esté suspendida en una nube o despierta, de si sueñe o sólo flote a capricho del agua salada; si le gusten los tripulantes románticos con la Luna o los valientes en busca de tormentas para desafiarlas. No se sabe. Pero espera a alguien, ahora que Santiago sigue durmiendo.





















El mar es inmenso, el efecto de la adrenalina también. ¡Claro, ahora recuerdo! Le pedí prestado su barco al viejo, eso también explica el porqué estoy a estas horas en la playa. Lo mejor es que no veo a nadie más aquí. Hay que ir por el pez completo. Mañana, cuando amanezca, el caldo con chícharos y zanahorias estará delicioso.

Banco de la ilusión



jueves, 12 de junio de 2008

El castillo de la fantasía


Ya no era el último reptil alado cubierto de escamas y ataque de aliento. El combate con el basilisco le quitó su poder de conjuros y los aires estaban muy altos para atravesarlos, por eso había que andar en las veredas en busca de un pegaso o del unicornio, que habían sido sus aliados. Centauros, cíclopes, dríadas, ents, hidras, licántropos, minotauros, nagas, ogros, orcos, trolles y sátiros copulando con ninfas se habían convertido en su nuevo mundo. Ya no medía 30 metros y ahora su piel era vulnerable. En la habitación más oculta del castillo que bajaba por las tardes de las nubes la princesa Elfa apretaba su pecho porque en él guardaba todo el amor que temblaba por desbordarse en busca del dragón. Lejos estaban en la mente del hoy hombre los siglos en que se levantó victorioso sobre las arpías, las esfinges, las estirges y los demás seres voladores que tenían envidia de su majestuosidad. Elfa escuchó su leyenda una vez que decidió dormir para traspasar al espacio de los sueños y unos enanos se lo dijeron. Así supo que debía esperarlo, su hermosa belleza se estremeció. El cancerbero, que se había enamorado de la princesa, la vigilaba con un ejército de pesadillas, sombras, genios, elementales, geargolas, golems y homúnculos. La batalla más encarnizada del hombre estaba por venir, pero antes debía pasar la frontera entre la mitología y lo fantástico; en uno de esos reinos estaba ella, la de los labios que esperaban el fuego para avivarlo, como estaba escrito en los libros mágicos de las brujas. “Algún día los enamorados se tocarán”, se alcanza a escuchar entre los susurros del viento que vive en los bosques, y en todos los mundos el ave fénix creará de nuevo al dragón y, fortalecido con los besos de su amada, combatirá a todos los seres subterráneos, entonces el castillo nunca más volverá a perderse entre las nubes. Habrá triunfado por siempre eso que el oráculo llama amor.

viernes, 6 de junio de 2008

Caballero de la noche

Al Caballero Nocturno le gustan las sombras porque son habitantes que no hacen ruido. Las ha visto saludarse con los fantasmas en alguna pared cuando las trepa en las noches antes de perderse en los resquicios de las damas que duermen desnudas. No se hablan cuando se encuentran, ellas piensan que él también lo es y vuelven a cerrar los ojos recostadas bocabajo dispuestas a recibirlo. En la madrugada sus pasos sobre la acera adormilada juegan a imitar su caminar en las fachadas con la luna como sereno y la neblina en la nariz. El adoquín bosteza y el viento frío también mete sus manos en la gabardina. El Caballero Nocturno quizá también sea una sombra. Ningún otro hombre lo ha visto, sólo hay una escalera que permanece erguida en el espejo luego del amanecer. Él es de la noche, compañero de los faroles, en el mundo de los que no duermen; se mueve despacio porque ya ha corrido, le gusta el silencio, ese que es roto por el goce de no ser visto.

martes, 20 de mayo de 2008

Tráfico alucinógeno

El asfalto de la avenida comenzó de nuevo a sudar una gelatina de anís que ralentizó a todas las máquinas; desde hace años ha inmovilizado a los ríos de metal que se deslizaban en las venas de la ciudad cuando no estaba enferma de colesterol. Otro día más, ya se está volviendo costumbre entrar a esos sueños desesperantes en que se quiere correr pero una energía extraña abraza a los músculos para convertirlos en piedra. Los informantes viales se vuelven uno: el tráfico está congelado. Quizá los extraterrestres han lanzado sus rayos de plasma para abducir a los urbanitas que desafían a las horas de la mañana. Ningún neumático puede girar y la nieve de la radio ya no da más señal de vida. Los seres se miran por los cristales antiasalto, unos parecen pensativos, el tiempo corre vía celular; los vehículos han caído en su propia desesperación. El silencio también se ha convertido en gel transparente que se suelta en los toldos, no hay rechinidos de balatas ni carrasperas en los mofles. Entonces, la intoxicación por adrenalina alcanza a las endorfinas, y tsunamis de placer oscilan en mi cuerpo, las muecas de impotencia se hacen carcajadas, los ojos están empañados, más que el parabrisas atacado por un adolescente-espectro armado con agua de jabón que dispara a bocajarro, voces articulan que hay gorditas de nata, un merenguero corre cuadro por cuadro, todo se mueve de manera gelatinosa allá afuera. El rojo del semáforo a lo lejos se escurre más despacio que el silbato del hombre de tránsito que mueve los brazos como si quisiera volar para escapar. El tiempo se hace ingrávido mientras las luces traseras del auto de enfrente se alejan y aproximan, de manera repentina otras veces despacio, en la lucha por un centímetro; la vía rápida otra vez causa psicodelia con el letrero que prohíbe ir a exceso de velocidad. Tras mis ojos cerrados París Hilton se acomoda un vestido de policía y camina con liguero negro. Algunos autos se convierten en botargas y se lanzan a correr por la banqueta. Han transcurrido quizá un par de minutos en esta esquina y de pronto un verde luminiscente, después de orinar, extiende su tapete de pasto sobre el diamante de los iris. Ahora es posible avanzar. Al abrir los ojos yo sigo en el mismo lugar.

viernes, 16 de mayo de 2008

Una Venus para Júpiter


Has estado ahí entre el resto de estrellas, Venus. Cambias de cara y de sonrisa, pero es difícil no mirarte en el firmamento. Muchas veces hemos flotado en el mar, otras te has quedado a pasar la noche en mis ojos. Los mortales pensarían que siempre nos asomamos a la ventana juntos, pero a la diosa romana del amor no le gustan los moteles; adora levantar las orillas de su vestido blanco y girar por todo lo ancho del sistema solar mientras los hoyos negros, las nebulosas y los cometas se integran al ballet del lucero del alba. Entonces amanece en la Tierra y eres otra. Te causa una sonrisa la leyenda del conejo en la Luna. Gimes cuando un aliento de pasión se resbala por tu nuca. El pubis de las mujeres ha tomado tu nombre. La cuenta de los años luz se pierde en esa almohadilla adiposa, en el acolchado velloso que prefiero a la dureza de tu vientre de mármol que los griegos esculpieron cuando te nombraron Milo. Y es que no han sido pocos los que te han hecho suya, Botticelli, Velázquez, Giorgione, Tiziano, Rubens han estado entre tus amantes. Yo sólo callo cuando te refieres a todos ellos. Sé que a lo mejor pronuncias mi nombre Venus cuando te despojas de tu vestido blanco y te pones a bailar ese ballet que sólo termina en la madrugada, y rompes con gemidos el silencio del cosmos. Creo que nunca lo sabré.

jueves, 24 de abril de 2008

El convite de los dioses

Los antiguos dioses mexicanos hicieron estallar los volcanes para construir con sus piedras el metate y el molcajete. Centeotl, la diosa del maíz, se los pidió para convidarlos. Una tarde llegaron de todas las ciudades y, tras bajar del arco iris, atravesaron el humo de los braseros encendidos del extraño recinto que, bañado en las penumbras, olía a chile, tomates verdes y jitomates que se asaban al fuego vivo. En aquella habitación las siluetas inquietas –Chicomecóatl, con su penacho de papel decorado, traía en las manos mazorcas de maíz; Tláloc, con la lluvia, había proveído los alimentos; Xipe-Tótec cargaba un brasero sobre su espalda; Nanauatzin había apagado el sol– observaron jicaras de guaje y bules repletos de agua, y en la piedra de sacrificios montones de insectos como jumiles, ahuautles, chahuis, acociles, cuetlas, chinicuiles, cupiches, escamoles, titoicocos, chapulines, moscos, hormigas, gusanos de maguey, 96 especies en total. También había carne de víbora de cascabel, guajolote, pato, chachalaca, chichicuilote, liebre, venado, manatí, chango, armadillo, jabalí y perros xoloitzcuintle; semillas de amaranto, cacao, chía, cacahuate, girasol y piñón. Cestos con ejotes, guajes, mezquite, guamúchil, huaynacaxtle, cuauhpinole y jinicuil; quelites, chaya y choyo; flores de calabaza, tuca o chocha, frijol, ayocote, garambullo, colorín, huauhzontle, golumbos, cocuite, biznaga y alaches; chayote, chilacayote, mamey, aguacate, anona, chirimoya, papaya, guanábana, chocizapote, changunga, zapotes, ciruelas, guayaba, pitaya, pitahaya, tuna, xoconoxtle; camote, jícama, chinchayote, yuca y guacamote. Los dioses, salvo la anfitriona Centeotl, estaban asombrados con lo que habían creado los hombres como ofrendas a sí mismos. Siguieron caminando en el recinto y observaron cómo los pechos desnudos de algunas mujeres se balanceaban mientras el metlapil deshacía los granos de maíz sobre rectángulos de piedra saturados de las muchas especias conocidas. Otras machacaban en una cuenca, tejolote en mano, los alimentos que habían estado en las brasas. Los comallis,sobre los que habían ollas y tortillas o tlexcallis con distintas figuras, descansaban en cuatro tenamaxtles. Mayahuel, la diosa del maguey, con sus múltiples senos con que alimentaba a sus hijos con pulque, comenzó a repartir la bebida a los demás dioses. Después tomaron de todos los atoles –con miel, con chile amarillo, con harina–, y los tamallis. El olor de las hierbas aromáticas los envolvió. Los dioses entraron en éxtasis. La cocina se convirtió en una orgía de sabores. Las pasiones estallaban en eructos. La esencia de la sangre de los valerosos guerreros y de las mujeres muertas en el parto no era tan deliciosa. Después ya no se supo más. En la Ciudad de los Dioses sólo hay piedras, y un arco iris que aún espera ser abordado. Cuando pase el efecto, las ruinas se levantarán.

lunes, 21 de abril de 2008

Las balas que rompen la voz


La abuela trae las trenzas blancas desechas, igual que su corazón. Gregoria Agustina, siempre en silencio, como el que hoy parece una gelatina sobre la sierra mixteca de Oaxaca, extiende frente a sí un vestido triqui, quizá como un escudo para que ya no entre el dolor que, para no estallar, sale por sus ojos negros. Pero sí entra, por las cinco rasgaduras del bordado, en la parte trasera, por las mismas que entraron las balas que enmudecieron a su nieta Felícitas Martínez, locutora de La voz que rompe el silencio, y a su compañera Teresa Bautista. Desde lo alto de las montañas y cerros áridos que rodean a San Juan Copala sus voces cayeron al suelo por el violento tronar de los disparos cobardes. ¿Es justo que un simple proyectil, un pedazo de metal con pólvora, tenga más poder que la vida misma? ¿Por qué las voces indígenas, esas que están allá escondidas, sólo resuenan cuando se les calla? En las comunidades alejadas de México la impunidad y el abuso como respuesta a sus necesidades es cosa que se come con tortillas y, si alcanza por la maldita pobreza, con frijoles. A los conflictos por diferencias de opinión, secuestros, asesinatos, venganzas, violaciones de mujeres, emboscadas, violencia y maltratos las autoridades sólo hacen como que inician la averiguación y el tiempo es el que la termina, por el olvido. Esto pasa en Oaxaca, en Guerrero, en Veracruz y en todos los poblados distantes donde la justicia a la dignidad no se pasea por no ser sitios turísticos o porque no hay fotógrafos de la prensa para que el político hipócrita pose con alguna obrita y crea que por salir en el periódico ya engañó a la gente. ¿No es ridículo eso de que la anciana indígena de 72 años Ernestina Ascensión, violada por soldados en Tetlatzinga, Veracruz, murió por 'gastritis crónica no atendida'? El tremendo estrés a causa de situaciones como una violación tumultuaria por supuesto que puede llevar a una gastritis. Y luego intimidar y callar a la familia con dinero. Es la forma vergonzante de manejar el poder. ¿Habrá los suficientes argumentos denigrantes, balas cobardes, amenazas, intimidaciones y agresiones para silenciar a periodistas, luchadores sociales, defensores de los derechos y todas las voces que se atreven a romper el silencio?

jueves, 17 de abril de 2008

La locura del artista


La inspiración terminó por trastornar al artista. Bebió whisky, usó sus dedos para arrancar la luz con que te dibujó, los hielos se derritieron en su boca. Yo lo vi embriagado tropezar con sus propias piernas. Zigzagueante, como los trazos rápidos que daba solitario en el estudio apenas visible de la calle Ilusión. Murmuraba no sé qué, nada tenía sentido, pero sus manos apretaban el pincel como para que no te fueras. Era su principal temor. De pronto, se espantaba cuando los faros de los coches de la madrugada disparaban haces que recorrían las paredes de su locura. Rápido tomaba el lienzo con la otra mano para que nada te desvaneciera de él. Tú por momentos adquirías la forma que siempre habías tenido. En la tela también te desaparecías. La botella volvía a llenar el vaso, los dedos excitados por recorrer tu cuerpo desconocido agitaban el líquido, que caía al suelo y dejaba escapar el aroma que lo terminó de perder. Así pasó la noche, imaginó recargar su cabeza en tus senos, poner sus labios en tu vientre. Al otro día, cuando amaneció, yo vi el lienzo blanco y al artista sin pulso, el corazón le había jugado una broma. De hecho, el viejo parecía que sonreía antes de convertirse en pincel. Eras demasiado para su imaginación. Los hielos se hicieron agua. La calle se borró. El artista fue por otra botella para volver por ti.

martes, 1 de abril de 2008

Remolinos en el mar

El capitán pirata aprendió que no debe nunca dejar su barco a menos que, con los cañones encendidos y al grito de abordaje, sea para hacerse de un botín. Ha atravesado el vapor de los mares, visto a Caronte conducir a las almas por los ríos del Hades, enfrentado gigantes pulpos y monstruos infernales, bebido sangre y comido corazones con la muerte, vagado entre las tinieblas y los esqueletos, sitiado innumerables poblados del inframundo, peleado con otros fantasmas y muertos vivientes de bandera extraña. Pero un día se encontró con el legendario Errante. Hermoso, flotaba silencioso en las aguas, púrpura entre la noche, deslizándose casi sin mojarse, con la pleitesía del inmenso mar, las estrellas calladas ante su majestuoso paso, las velas blancas sacudiéndose en deliciosa cadencia por el aliento de Poseidón, entonces un suspiro traicionó al bandido, y por ahí la maldición se apoderó de su cabeza; emparejó su embarcación y saltó con la espada metida en la vaina, Errante recibió sus botas altas con un rechinido que encogió a todas las tumbas, tomó el timón y sintió que estaba hecho para él, la vieja madrugada, alarmada, desperezaba las aguas; la Luna se había montado en una nube para escapar de la catástrofe que presentía. Otro suspiro se extravió entre la neblina. De pronto, el Errante se desvaneció, ya no estaba, y el capitán pirata se encontró de nuevo en su barco, al que desconoció. Varios días y noches transcurrieron con el Espanto estacionado, impávido, con el ancla fuera del mapa y de las brújulas de este mundo en espera del otro fantasma, para abordarlo desarmado, hasta que el Errante apareció de nuevo, en la puerta de la penumbra. Un remolino se formó con los suspiros prisioneros del asaltante del mar. Así pasaba cuando sus ojos se encontraban con el fantástico espectro en medio de la nada. El pirata había dejado volatilizar su espíritu aventurero y la calavera con dos tibias, hecha para infundir miedo, ya no era negra, ni roja, sino rosa. Y cada vez más tiempo pasaba acariciando el timón del Errante cuando su gastada madera emergía de las profundidades abisales. Sin importarle el giro de la Tierra, esperaba en el mismo lugar. Abandonaba su embarcación para subir a la otra. Hasta que una noche el Errante ya no apareció más; del feroz y temido capitán pirata sólo quedaba un hombre sobre un barco, ambos solitarios, desprotegidos, a merced del vértigo de las aguas terriblemente tranquilas. Desde entonces el espíritu del asaltante de los mares tripula al Errante en otra dimensión. Espíritu y pirata están separados. Hoy es posible ver una embarcación que flota a la deriva entre la neblina mientras el esqueleto de un hombre yace en el camarote. Nadie se atreve a acercarse, los más temidos filibusteros, corsarios y bucaneros observan a lo lejos cuando lo encuentran. Esperan que aquella mujer de encantadora sonrisa y aretes de cobre le regrese lo que sin saber se llevó.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El axolotl de Cortázar (1952)


Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hacia ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavorreal después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L´Hôspital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir a todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto, porque desde el primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza sobre el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que más me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendidura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome, desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientemente, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: "Sálvanos, sálvanos." Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. "Usted se los come con los ojos", me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de lo que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de un axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible, que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de que esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en ese momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo- y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

martes, 25 de marzo de 2008

Brazo justiciero

Dicen que vino desde muy lejos. No se sabe quién lo contrató, su leyenda ha corrido de boca en boca entre propios y extraños. El Triturador no falla, es lo que dicen; hasta ahora ningún malvado o irreverente se ha escapado a sus dedos de acero, que no tiemblan ante nada. En la ciudad sólo se escucha el rechinido del metal de lo que antes fueron diabólicos seres mecánicos que corrían por las calles sin que nadie se atreviera a más que sólo huir. La ley y el orden han regresado, por fin los cafenautas podrán brincar las aceras sin temor a las máquinas-espectro que de pronto aparecen entre tu-tu-tu-tutus y carcajadas burlonas... se meten, echan laminazo, escupen pasaje en el carril de en medio, circulan sin luces, frenan sin aviso, organizan improvisadas carreras, enciman a la gente-resignación, cobran de más... Pero ahora El Triturador está aquí, es un alivio, un paladín con resultados de ficción, el ruido de su motor y el rechinar de su cuerpo amarillo y el del metal al ser estrujado es música. De pronto un golpe seco corta el idílico momento. Otros vehículos-espectro han tomado el pavimento y lo embisten todo, saben que está El Triturador y quieren desafiarlo. ¿Podrá nuestro héroe acabar con todas las máquinas rodantes que amenazan, golpean y matan?

lunes, 24 de marzo de 2008

Fantasmas telescópicos

El choque se veía venir, él lo presentía con los cada vez más agitados líquidos del cuerpo desde hacía ya algunas semanas. Unos latidos se le estaban rebelando y había que someterlos, con todo y sus ondas expansivas en el pecho y golpes de sangre y rubor. En su cerebro la Neuromáquina también echaba chispas cada vez que aquella hermosa imagen regresaba a su memoria, el sistema nervioso no paraba su hostigamiento con microsismos desde todos los epicentros inimaginables de la biología, el escalofrío caliente lo barría todo. El fin de semana fue el que los fantasmas escogieron para la azonada. Se lo anunciaron desde que sus ojos se encontraron con esa imagen mientras una noche él comía sincronizadas en un Oxxo y ella, arropada en su gabardina, leía una revista de espectáculos. Ya no era posible otra opción, había que detener a esos sentimientos que se habían vuelto insurgentes, o al final de todos modos moriría de amor. Él cerró todas las cortinas del cuarto, ni el aire podía entrar porque no está hecho para la violencia que estaba por desatarse. La luz quedó afuera sacada a puntapiés por la oscuridad, que no era imparcial y le tenía rencor a ese hombre porque nunca lo pudo asustar. Los ruidos de la calle también habían sido advertidos y se alejaron de aquella habitación en el primer piso de la Ciudad de las Tortugas. Sólo el escudo de su piel y una cama estaban de su lado. Todo lo demás en el cuarto era hostil. Entonces se acostó, bocarriba, desnudo, sin mirar el techo porque sus ojos ya se habían subido en el telescopio de los sueños y las pesadillas, donde no existe tiempo ni conciencia. Así pasaron dos días exteriores, adentro se libraba una guerra de adrenalina y latidos que causaba estertores, sudor y puños apretados en medio de la nada. La imagen de ella leyendo la revista venía y se iba, su voz psicodélica se repetía mil veces por el rebote con las paredes del cráneo, su cuerpo se deslizaba encima dejándole rastros de saliva. Después, todo regresó a la calma. La respiración agitada dio paso al desierto. En aquel cuarto ya nada se movía. La muerte hizo sonar las campanillas de un carrito de nieves. Él estaba agotado y sus músculos no respondían. Unos niños afuera pateaban un balón. Desde la calle un rayo de sol pudo asomarse para contarle a los demás, el aire también entró, y los sonidos. El cuerpo desnudo se levantó. La luz atravesó sus párpados. Los latidos regresaron a su rutina. La respiración se normalizó. El amor malherido yacía en el piso, a un lado de la cama. Luego de unos pasos él también cayó. Entonces supo que había perdido la batalla. Y que un letal beso durante el fragor lo había alcanzado. Ella, cuando lo vio callado mientras comían, sólo pensó que él estaba deprimido, y no enamorado.

viernes, 29 de febrero de 2008

Heaven

Ojos Grandes mira el cielo. Las nubes hacen distintas formaciones en un espectáculo sólo para ella. El iris de café brillante y hojas de girasol se torna en mar conforme eleva la barbilla. Su pupila, como la luna cuando sale a pasear a media tarde, parece más pequeña ante tanta luz. Muy pocos se detienen a mirar qué hay en el techo del mundo. A mí me gusta acostarme sobre el pasto y extender los brazos a los lados mientras el planeta da vueltas, sentir en el cuerpo cómo se mueve entre el tráfico de astros en el universo. Las nubes pasan corriendo allá arriba, sobre las copas verdes de los árboles. El pecho con su respirar también participa en la sinfonía de los pájaros. Ya había olvidado esta sensación. Es muy parecida a cuando observo a Ojos Grandes mirar el cielo. He llegado a pensar que ella misma es parte de él. Tiene la misma luz intensa cuando se ríe y los rayos de luces bajan por su cabello. Pero Ojos Grandes es sólo un sueño. Una estación de radio me regresa a la realidad y tengo que acelerar y frenar en el Viaducto. Ojos Grandes de nuevo aparece, su voz canta a Enrique Iglesias. Yo no me sé la canción, pero me gusta. Habla sobre dónde han quedado las cosas. Tal vez estén allá en el cielo. No lo he intentado, ¿alcanzarán los brazos para buscar en él? Luego de los comerciales, RBD toca Inalcanzable; enfrente, un espectacular tiene regado los pedazos de un niño descalcificado. Armar el rompecabezas quizá sea el primer paso, después cenar medio litro de leche. Ahora estoy despierto y por supuesto Ojos Grandes no está. Es probable que ahora mismo ella, entre la gente que vive en el país de los sueños, mire el cielo y le tome fotos con su celular. No lo sé, pero he comprendido que basta subir la vista, o cerrar los ojos, para desde cualquier lugar encontrarme con el iris café brillante y hojas de girasol de Ojos Grandes. Creo que ella misma es parte del cielo.

jueves, 3 de enero de 2008

La función debe continuar

Alguien barre los pasos de la gente en la ciudad. Los marcianos llegaron ya pero con un ritmo de blues. Las almas han tomado las calles. Es otra dimensión, extraña, sobre las banquetas. El poco polvo de la escoba se hincha a todo lo que da porque tiene la oportunidad de jugar. Al viento urbano no hay nadie que lo detenga en su loca carrera. Ellas existen sólo en los sueños y ellos son poemas que el poeta nunca escribió. Alex Lora bebe tequila en un pequeño local de Insurgentes. Un perro negro y callejero vaga sin conciencia ni edad. Las piedras rodando se encuentran. Nadie las ve, pero la Malinche y la Llorona conversan en la esquina. En el sótano, las sombras del inframundo se deslizan sobre las antiguas calzadas de Tenochtitlan. La guerra ya terminó. Borola Burrón toma el sol entre tinacos y tendederos en una azotea. Los noticiarios no reportan heridos de bala ni apuñalados. Eolo, hijo de Hípotes y señor de los vientos griegos, patea una lata de refresco mientras en bermudas saluda a otros dioses en el Templo Mayor. El Patas, el Simón y el Enano, la trinca infernal, talonean en una micro y hoy no hay gandallas que provoquen a los Super Chizz. La ciudad no tiene actores, el público camina entre las butacas. Alguien barre los pasos de la gente en la ciudad. Alguien barre el escenario para la función de mañana.

miércoles, 2 de enero de 2008

El aliento del capuccino

El viento helado se ha llevado el aroma exquisito de aquel café capuccino. No emite ya el delicioso vapor del espresso cortado aunque mantiene intacta la espuma de leche con su copete de canela. Sus vahos calientes no forman aquella silueta que despertaba al sueño en una cama de hotel o empañaba los vidrios del auto bajo el parpadeo difuso de una torreta de policía. Ahora está frío, no quema la lengua ni emite el trinar de las burbujas al explotar en la boca; su calor se ha perdido entre la gente y el Metro. Ninguno es igual a ese capuccino que en tragos quemantes se diluía en la sangre cual droga para reverenciar. Su cuerpo perfumado ha sido único, servido en una copa de cristal, dispuesto a disfrutarlo con galletas. Hoy cada vez que el viento helado pasa corriendo, es difícil no buscar el aroma perdido en todas partes. La sangre de mi cuerpo lo pide. El café y las galletas esperan, sólo falta que llegue ese aliento que quema la lengua.