lunes, 24 de marzo de 2008
Fantasmas telescópicos
El choque se veía venir, él lo presentía con los cada vez más agitados líquidos del cuerpo desde hacía ya algunas semanas. Unos latidos se le estaban rebelando y había que someterlos, con todo y sus ondas expansivas en el pecho y golpes de sangre y rubor. En su cerebro la Neuromáquina también echaba chispas cada vez que aquella hermosa imagen regresaba a su memoria, el sistema nervioso no paraba su hostigamiento con microsismos desde todos los epicentros inimaginables de la biología, el escalofrío caliente lo barría todo. El fin de semana fue el que los fantasmas escogieron para la azonada. Se lo anunciaron desde que sus ojos se encontraron con esa imagen mientras una noche él comía sincronizadas en un Oxxo y ella, arropada en su gabardina, leía una revista de espectáculos. Ya no era posible otra opción, había que detener a esos sentimientos que se habían vuelto insurgentes, o al final de todos modos moriría de amor. Él cerró todas las cortinas del cuarto, ni el aire podía entrar porque no está hecho para la violencia que estaba por desatarse. La luz quedó afuera sacada a puntapiés por la oscuridad, que no era imparcial y le tenía rencor a ese hombre porque nunca lo pudo asustar. Los ruidos de la calle también habían sido advertidos y se alejaron de aquella habitación en el primer piso de la Ciudad de las Tortugas. Sólo el escudo de su piel y una cama estaban de su lado. Todo lo demás en el cuarto era hostil. Entonces se acostó, bocarriba, desnudo, sin mirar el techo porque sus ojos ya se habían subido en el telescopio de los sueños y las pesadillas, donde no existe tiempo ni conciencia. Así pasaron dos días exteriores, adentro se libraba una guerra de adrenalina y latidos que causaba estertores, sudor y puños apretados en medio de la nada. La imagen de ella leyendo la revista venía y se iba, su voz psicodélica se repetía mil veces por el rebote con las paredes del cráneo, su cuerpo se deslizaba encima dejándole rastros de saliva. Después, todo regresó a la calma. La respiración agitada dio paso al desierto. En aquel cuarto ya nada se movía. La muerte hizo sonar las campanillas de un carrito de nieves. Él estaba agotado y sus músculos no respondían. Unos niños afuera pateaban un balón. Desde la calle un rayo de sol pudo asomarse para contarle a los demás, el aire también entró, y los sonidos. El cuerpo desnudo se levantó. La luz atravesó sus párpados. Los latidos regresaron a su rutina. La respiración se normalizó. El amor malherido yacía en el piso, a un lado de la cama. Luego de unos pasos él también cayó. Entonces supo que había perdido la batalla. Y que un letal beso durante el fragor lo había alcanzado. Ella, cuando lo vio callado mientras comían, sólo pensó que él estaba deprimido, y no enamorado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario