martes, 28 de julio de 2009

El reloj de sombra


El gato se detuvo de inmediato cuando le cayó la luz. Es muy probable que haya sido de la torre de vigilancia de la penitenciaría en que se ha convertido el vecindario. Lo mejor es no volverse, porque cualquiera te puede reconocer. Los músculos se entumen, es rudo eso de convertirse en personaje inanimado con el corazón latiendo dentro. Los segundos pesan cada vez más en el lomo conforme se acumulan, y aquellos que lo encendieron no apagan el reflector. Al menos un par de ojos también están encima, con la esclerótica como una pantalla de cine cuando se ha quemado la cinta en el proyector. ¿Un monumento a la mitad del patio? Ayer no estaba. Es sospechoso que un animal se pasee a estas horas, sigiloso, con las patas acolchadas para no atraer a los dormidos. De pronto, ¡La luz! ¡Sock! Así cayó, no hubo tiempo de nada. El escenario cambió, el felino se convirtió en negro y el aire en blanco. ¿No se supone que es de noche y todo el mundo normal debería estar soñando, con los focos, las lámparas desconectadas? El Sol respeta y se oculta para dejar a la noche con su fauna, cada quien su turno. Pero en la torre de vigilancia de la penitenciaría en que se ha convertido el vecindario parece que nadie duerme. Quizá porque le temen a los sueños. Quizá porque nadie los espera en las sábanas. Quizá, simplemente, para divertirse con la vigilia. Por eso los gatos mejor caminan, juegan a las carreras con su sombra, le maúllan a los que se desvelan. De pronto, ¡La luz! ¡Sock! Ojalá que se amodorre pronto el que me observa, y presione el apagador, para que el tiempo pueda retomar el paso.

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