miércoles, 9 de julio de 2008

El hambre y el mar

No se sabe a quién espera. Esa embarcación ha estado imperturbable esta noche en la orilla, la mitad en la tierra, la popa en el mar. Entre el romper de las olas a veces se escuchan murmullos, aleteos en el viento de una feroz lucha que no parece terminar a pesar de que Santiago ya se fue a dormir. Porque no debe esperar al viejo pescador cubano. Él ya tuvo su día, el número 85. Hemingway dice que hace unas horas se batió mar adentro con un enorme pez que luego de vencerlo terminaron por comerse los tiburones. Casi no quedó nada, salvo la cabeza, la espina y la cola. Nadie debería enterarse de las hazañas personales, de lo contrario no serían eso precisamente. Navegar entre la determinación, la desilusión y la alegría o la frustración, el orden de los sentimientos no importa, tiene sus riesgos, sin embargo la calma seca el sudor aunque lo demás parezca perdido. Luego, dormir unas horas. No hay indicios de que esa barca esté suspendida en una nube o despierta, de si sueñe o sólo flote a capricho del agua salada; si le gusten los tripulantes románticos con la Luna o los valientes en busca de tormentas para desafiarlas. No se sabe. Pero espera a alguien, ahora que Santiago sigue durmiendo.





















El mar es inmenso, el efecto de la adrenalina también. ¡Claro, ahora recuerdo! Le pedí prestado su barco al viejo, eso también explica el porqué estoy a estas horas en la playa. Lo mejor es que no veo a nadie más aquí. Hay que ir por el pez completo. Mañana, cuando amanezca, el caldo con chícharos y zanahorias estará delicioso.

Banco de la ilusión



jueves, 12 de junio de 2008

El castillo de la fantasía


Ya no era el último reptil alado cubierto de escamas y ataque de aliento. El combate con el basilisco le quitó su poder de conjuros y los aires estaban muy altos para atravesarlos, por eso había que andar en las veredas en busca de un pegaso o del unicornio, que habían sido sus aliados. Centauros, cíclopes, dríadas, ents, hidras, licántropos, minotauros, nagas, ogros, orcos, trolles y sátiros copulando con ninfas se habían convertido en su nuevo mundo. Ya no medía 30 metros y ahora su piel era vulnerable. En la habitación más oculta del castillo que bajaba por las tardes de las nubes la princesa Elfa apretaba su pecho porque en él guardaba todo el amor que temblaba por desbordarse en busca del dragón. Lejos estaban en la mente del hoy hombre los siglos en que se levantó victorioso sobre las arpías, las esfinges, las estirges y los demás seres voladores que tenían envidia de su majestuosidad. Elfa escuchó su leyenda una vez que decidió dormir para traspasar al espacio de los sueños y unos enanos se lo dijeron. Así supo que debía esperarlo, su hermosa belleza se estremeció. El cancerbero, que se había enamorado de la princesa, la vigilaba con un ejército de pesadillas, sombras, genios, elementales, geargolas, golems y homúnculos. La batalla más encarnizada del hombre estaba por venir, pero antes debía pasar la frontera entre la mitología y lo fantástico; en uno de esos reinos estaba ella, la de los labios que esperaban el fuego para avivarlo, como estaba escrito en los libros mágicos de las brujas. “Algún día los enamorados se tocarán”, se alcanza a escuchar entre los susurros del viento que vive en los bosques, y en todos los mundos el ave fénix creará de nuevo al dragón y, fortalecido con los besos de su amada, combatirá a todos los seres subterráneos, entonces el castillo nunca más volverá a perderse entre las nubes. Habrá triunfado por siempre eso que el oráculo llama amor.

viernes, 6 de junio de 2008

Caballero de la noche

Al Caballero Nocturno le gustan las sombras porque son habitantes que no hacen ruido. Las ha visto saludarse con los fantasmas en alguna pared cuando las trepa en las noches antes de perderse en los resquicios de las damas que duermen desnudas. No se hablan cuando se encuentran, ellas piensan que él también lo es y vuelven a cerrar los ojos recostadas bocabajo dispuestas a recibirlo. En la madrugada sus pasos sobre la acera adormilada juegan a imitar su caminar en las fachadas con la luna como sereno y la neblina en la nariz. El adoquín bosteza y el viento frío también mete sus manos en la gabardina. El Caballero Nocturno quizá también sea una sombra. Ningún otro hombre lo ha visto, sólo hay una escalera que permanece erguida en el espejo luego del amanecer. Él es de la noche, compañero de los faroles, en el mundo de los que no duermen; se mueve despacio porque ya ha corrido, le gusta el silencio, ese que es roto por el goce de no ser visto.

martes, 20 de mayo de 2008

Tráfico alucinógeno

El asfalto de la avenida comenzó de nuevo a sudar una gelatina de anís que ralentizó a todas las máquinas; desde hace años ha inmovilizado a los ríos de metal que se deslizaban en las venas de la ciudad cuando no estaba enferma de colesterol. Otro día más, ya se está volviendo costumbre entrar a esos sueños desesperantes en que se quiere correr pero una energía extraña abraza a los músculos para convertirlos en piedra. Los informantes viales se vuelven uno: el tráfico está congelado. Quizá los extraterrestres han lanzado sus rayos de plasma para abducir a los urbanitas que desafían a las horas de la mañana. Ningún neumático puede girar y la nieve de la radio ya no da más señal de vida. Los seres se miran por los cristales antiasalto, unos parecen pensativos, el tiempo corre vía celular; los vehículos han caído en su propia desesperación. El silencio también se ha convertido en gel transparente que se suelta en los toldos, no hay rechinidos de balatas ni carrasperas en los mofles. Entonces, la intoxicación por adrenalina alcanza a las endorfinas, y tsunamis de placer oscilan en mi cuerpo, las muecas de impotencia se hacen carcajadas, los ojos están empañados, más que el parabrisas atacado por un adolescente-espectro armado con agua de jabón que dispara a bocajarro, voces articulan que hay gorditas de nata, un merenguero corre cuadro por cuadro, todo se mueve de manera gelatinosa allá afuera. El rojo del semáforo a lo lejos se escurre más despacio que el silbato del hombre de tránsito que mueve los brazos como si quisiera volar para escapar. El tiempo se hace ingrávido mientras las luces traseras del auto de enfrente se alejan y aproximan, de manera repentina otras veces despacio, en la lucha por un centímetro; la vía rápida otra vez causa psicodelia con el letrero que prohíbe ir a exceso de velocidad. Tras mis ojos cerrados París Hilton se acomoda un vestido de policía y camina con liguero negro. Algunos autos se convierten en botargas y se lanzan a correr por la banqueta. Han transcurrido quizá un par de minutos en esta esquina y de pronto un verde luminiscente, después de orinar, extiende su tapete de pasto sobre el diamante de los iris. Ahora es posible avanzar. Al abrir los ojos yo sigo en el mismo lugar.