miércoles, 30 de mayo de 2007

La diva y el fotógrafo de Vogue


Bebías champán, las sábanas no podían evitar inquietarse cada vez que estirabas la pierna, y la luz se mareaba en tu cadera. La espuma del vino no dejaba de besarte, era imposible resistirse; se dormía en tus labios, y cuando caía de ellos arrastrada por el éxtasis, se metía entre tus dientes para evaporarse en aliento. Ya habían pasado algunas horas y el maquillaje era suficiente para no cubrir por instantes la cicatriz de tu abdomen y tu sexo pelirrojo. Voluptuosa, aquella mirada recostada tampoco estaba quieta. En la suite del hotel Bel-Hair de Los Ángeles no estaba Norman Jean Baker, sino Marilyn, la de movimientos provocadores y que de pronto pataleaba sobre la cama con risas ebrias.
Atrás habían quedado la fábrica de la Marina, el cabello rubio oscuro, los 125 dólares de sueldo a la semana, los primeros papeles protagónicos en el cine, el calendario desnuda, la portada en Life, la del primer número de Playboy, Joe diMaggio, la actuación ante las tropas estadounidenses en Corea, Arthur Miller, la clínica psiquiátrica de Nueva York, la treintena de películas, el cumpleaños de John F. Kennedy...
El fotógrafo de Vogue Bert Stern sabía que tu belleza se desvanecería si te quedabas quieta, por eso se le dificultaba atraparte antes de que te convirtieras en fantasma. “Es un fuego fatuo, tan inasible como el pensamiento, tan vivo como la luz que acaricia su cuerpo. Es una ilusión”, escribiría después en su libro 'La última sesión', donde publicó esta foto pues la revista la censuró. Unas semanas más tarde, sábado por la noche, en tu habitación, morirías sola, sin lámparas ni una cámara, a causa de los barbitúricos y antidepresivos. Eso se dijo. Así surgió el mito. Al dejarte de mover te convertiste en fantasma.

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