
Cuando abría la bolsa de regalos esperaba que fueras tú. Eso hacía emocionante a los cumpleaños. No eran tanto las velas o el canto de las Mañanitas, sino la posibilidad de que aparecieras. Tal vez que de manera sorpresiva brincaras del papel y, una vez fuera, me abrazaras, imaginarlo siempre me hacía sonreír. Nunca entendí porqué esperaba que tú llegaras en un regalo, y no a través de la puerta o en un choque de miradas en cualquier calle. De hecho, aún no he podido entender de dónde vendrías o de qué manera te reconocería. Pero esa era la ventaja de aquella bolsa: no tenía el espacio para que cupiera alguien más que no fueras tú, y eso me reconfortaba. La he guardado desde que yo mismo la adorné con mis primeras letras, no se ha roto y de vez en cuando me asomo para ver si

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