martes, 30 de octubre de 2007
El guerrero arrodillado
Sobre el cielo del valle de Anáhuac, en forma de nubarrones, cruzó Tlahuelpoch, el mensajero de la muerte. Los caballeros águila, los caballeros tigre y otros guerreros aztecas regresaban del sur, abatidos y diezmados luego de combatir para conquistar a olmecas-xicalancas y zapotecas. Traían los penachos destrozados, las macanas desdentadas y los escudos ensangrentados, por eso no se escuchaban los teponaxtles ni las caracolas ni el huéhuetl, o las chirimías. En Tenochtitlan los braseros y los pebeteros de Texcatlipoca, el dios de la Guerra, estaban apagados, sin el tlecáxitl, el sahumerio ceremonial. Uno de los guerreros que caminaban era Popocatépetl, a quien la joven Xochiquetzal había jurado amor eterno y que creía muerto, por eso se había unido a otro unas semanas antes. Al verlo caminar entre el contingente, no soportó sentir que lo había traicionado; levantó la orla de su huipil y echó a correr por la llanura. Después la tierra se estremeció y el relámpago atronó en el plomizo cielo, sobre los cinco lagos. Popocatépetl la encontró tendida, muerta. Él cayó de rodillas, los dioses y las fuerzas lo habían abandonado. Al amanecer del otro día, el Sol dejó ver que dos gigantescos volcanes descansaban en el valle, un guerrero humeante arrodillado y una mujer dormida recostada sobre flores, o Iztaccíhuatl, es decir, mujer blanca, en náhuatl.
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