martes, 2 de octubre de 2007

Un museo sin vitrinas


Los mercados siempre son una sorpresa, entes en que bullen los personajes de su comedia diaria, escaparates de la cultura en la que cada uno es protagonista. Pásele güerita, pásele, aquí está lo mero bueno, pura calidá, qué le damos guërita. La marchante, en este caso la que compra, colgada la bolsa del mandado en el antebrazo, saca entre sus senos el monedero rojo de vinil. Sólo hay un billete de cincuenta pesos, y varios estómagos que esperan en la vivienda. ¿Tortillas o pan? ¿Salsa de huevo o huevos con arroz? Pero el huevo vale 15, más el jitomate, la cebolla, ¿carne? La marchante hará magia con lo que le alcance, no es la primera vez. En México las jefas de familia hacen magia. Incluso las copetonas, aquellas que se bajan de la Van y caminan viendo de pies a cabeza a los demás, haciendo ascos ante los diableros o esquivando a las de mandil. El regateo a su máxima expresión. Productos históricos y otros de importación se miran unos a otros entre los puestos. Golpe avisa, golpe avisa, y un pequeño vehículo de acero arrastrado con coraje emite rechinidos y jadeos mientras se abre paso para perderse al fondo, otra vez en la nada. Hace hambre y huele a comida, en las bolsas de mi pantalón sólo cargo unas monedas. La gastronomía de un país está aquí repartida, vienen de todas partes, muy madrugadoras, el coyotaje ha hecho su trabajo. El pueblo crudo que se pasea con sus carencias, por eso siempre hay una virgen, la misma muerte adquiere forma de vela, pero que sale victorioso todos los días y siempre festeja; es un museo vivo que no pierde la sonrisa, no hay vitrinas para las piezas de esta exposición que tiene su modalidad itinerante. En los mercados, decía Cortés, “hay todas cuantas cosas se hallan en la Tierra". A mí, por lo pronto, ya me están preparando mi huarache.

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